AGUSTÍN CASILLAS
En el recuerdo
Tierras de dos reinos se confunden, hoy, alrededor de una imagen y en el recuerdo de
un artista que pasó a ser patrimonio de la inmortalidad. Largo recorrido tuvo el “Sembrador”
que, nacido en salmantinas tierras de labor, sentó aposento en la palentina comarca del
Cerrato. Más corto lo tuvo Agustín Casillas, quien lo creó, pues tan sólo le bastó sentir la raíz
que le dio vida, el aire mesetario que respiraba, para dar naturaleza a una constelación de
figuras en las que, más allá del retrato, buscaba mostrar la belleza interior del personaje, bien
fuera real, bien lo fuera soñado. Creador y criatura, vuelven hoy a encontrarse en Baltanás,
muy presente siempre en el corazón de Agustín.
El sembrador que esparce el grano por los surcos se vale de la brisa que ondea
nuestros campos de cereal, la misma que agita las ramas de nuestros encinares, la misma que
se convierte en la última herramienta con la que Casillas modeló sus figuras más conseguidas,
hasta el punto de conseguir caracterizar su obra sobre las de cualquier otro autor, cénit, éste,
que tan sólo consiguen unos pocos genios.
Desde sus primeros pasos artísticos, huye del realismo de las formas e indaga en el
interior de personas y cosas. Le interesa tanto más lo que tienen que decir todas ellas que
aquello que enseñan. Busca la belleza interior y la encuentra. Huye del agudo choque de
planos que endurecen la mirada y los suaviza con la ayuda del mínimo viento de la meseta.
Crea oquedades por las que resbala la sombra en una fácil transición desde la luz, y en ellas va
depositando su dulce lenguaje, bien sea en sus ensoñaciones mitológicas, en esa gente del
pueblo que hace suya, en sus personajes reales o literarios o en ese tratamiento amoroso y
delicado con el que representa a la mujer.
De todo ello queda constancia en la exposición, primera tras la muerte del autor, en la
que se ha querido dejar especial muestra de las principales constantes de su obra, con el
denominador común de su apego a la tierra y al pueblo sencillo que la habita, a la Vida con
mayúscula, en definitiva, a cuyos más humildes personajes saca del olvido. Y, entre ellos, la
figura de la mujer, eje vertebrador al que vuelve una y otra vez, desde la sutilísima efigie con la
que despide a su madre, hasta las reiteradas maternidades o los cuerpos elegantemente
insinuados de sus damas casi siempre soñadoras, casi siempre encaradas al viento, como la
que creara al borde del acantilado. Frente a ellas, sin embargo, en la larga colección que él
distinguiera como “Gente nuestra”, dibuja a la mujer serrana, a la mujer del campo, plena de
serenidad y decisión, como compañera y contrapunto obligado y necesario al hombre charro,
al viajero, al segador, al cacique o al peón. A todas ellas, a todos ellos, supo extraerles lo mejor
de su interior, hasta el límite de convertirlos en arquetipos de su tierra salmantina, una tierra
de la que no quiso salir y de la que es, sin duda, su escultor por antonomasia.
Nadie ni nada definen mejor su obra que él mismo, como dejó escrito en unos versos
que, en cierta ocasión y sentados al calor de la mesa camilla, me leyó, y que una vez ya fueron
públicamente recordados por mí y que hoy vuelvo a querer hacer: “Me gusta hundir / mis
manos en el barro /Sentir su tacto suave, / pegajoso y húmedo / Con el mazo de encina
golpearlo /amasarlo con tesón / sobarlo con mimo /amorosamente / hasta tenerlo a punto de
que la masa informe tome vida / pensando en la escultura soñada de antemano en mis
silencios / Y maltratarla con el boj y el hierro duro / para después acariciarla / suavemente /
lentamente / como harías con la mujer querida / hasta sentir que tienes cerca / la meta
proyectada / que has hecho realidad tus fantasías”.
Francisco Morales Izquierdo
Salamanca, marzo 2017