El cielo de Salamanca de Agustín Casillas
La joya abstracta donde desemboca la calle Van Dyck en el remanso verde de las Salesas, Paseo de Torres Villarroel | Fotos: JOSÉ AMADOR MARTÍN
Paseamos la ciudad mirando sin ver, sin alzar al vuelo los ojos de la prisa y de la costumbre. Recorrido sabido, la ciudad, sin embargo, se despliega ante la cámara y reconocemos vagamente el espacio del descubrimiento ¿Dónde está eso? Y retornado el paso apresurado, levantamos los ojos y descubrimos el secreto: el chaflán de piedra, la enredadera colorida que sube entre los balcones, la joya abstracta donde desemboca la calle Van Dyck en el remanso verde de las Salesas, Paseo de Torres Villarroel.
Hubo un tiempo en el que los arquitectos que alzaron Salamanca se aliaron con escultores y pintores. Por eso Ricardo Pérez Rodríguez-Navas le confió el altísimo chaflán al maestro Agustín Casillas y al pintor Ramón Melero. Antonio Casillas recuerda que ambos tenían sus talleres cerca y se apoyaban, colaboraban… no cabía la envidia ni la competencia entre el pintor de amplios y coloridos murales y el escultor que también pintaba y que se inició como escayolista y decorador. Trabajo entrelazado, hiedra que escala los siete pisos, abstracción de los signos del zodiaco en sinfonía de azules, grises, evocadora modernidad. Corrían el año 1968 y Salamanca despertaba, se agitaba, progresaba, se extendía y había que reinventar el cielo universitario, pasado perfecto, para elevarse más allá de la figuración. Hasta la estilización de la forma, la evocación del movimiento, un cierto aire pop para decorar la calle y hacer del espacio individual, utilitario, arte en el espacio de todos. Arquitectura resuelta con originalidad y atrevimiento.
¿Recordaría con este encargo el maestro Casillas sus inicios tempranos haciendo relieves para decoración? ¿Su pelea por convertirse en escultor, seguir sus estudios en la Escuela de Artes y Oficios mientras se ganaba la vida? Los años cuarenta eran un erial de afanes. Sin embargo, a finales de los sesenta, el cielo parecía al alcance de las manos de aquellos que veían ensancharse la ciudad, una Salamanca que Casillas, como tantos artistas, llenó de obra y de esperanza. Porque en este bajorrelieve que compite con los árboles del Paseo hay un mensaje de atrevida modernidad, de osadía: reinventar más allá de la ciudad letrada la herencia del cielo de Salamanca en términos de futuro: abstracción, movimiento, hormigón, edificio poderoso. Es la Salamanca del desarrollo, la ciudad orgullosa, la urbe moderna. Y en un ejercicio de futuro, el arquitecto convoca al escultor para emprender la obra de la novedad. Colores y formas orgánicas que parecen moverse ante la mirada, no del espectador del museo, sino del paseante de la calle siempre atento a sus afanes, a sus quehaceres, y en la tarde que cae sobre los árboles, a su demorado paseo.
La cámara de José Amador Martín se recrea en este acuario de hormigón que sube y baja por los siete pisos del edificio. Descubre sus colores, su fondo donde se recortan las ramas desnudas de los árboles. Nos ofrece una perspectiva distinta, moderna, pop-art del escultor tan querido por una ciudad a la que supo leer desde la tradición y la literatura. Nunca fue tan moderno, tan atrevido, tan libre el artista en su uso de un material que elevó a la categoría de arte. En la ciudad de la piedra plateresca, la humildad del hormigón fraguó la escultura urbana de Casillas dándonos sus frutos más queridos. Esos que nos acompañan en el paseo cotidiano por la ciudad insospechada, la ciudad que siempre guarda la sorpresa, el rincón, el itinerario inesperado. Un cielo constelado que se alza como la mirada siempre atenta del fotógrafo. Exquisito regalo a la vuelta de todas las esquinas salmantinas que recorrer sin prisa de su mano.
José Amador Martín, Charo Alonso