José Amador Martin y Charo AlonsoViernes, 13 de noviembre de 2020
El niño del vuelo de Agustín Casillas
“El niño del avión, el muchachito de pantalón corto que, desde 1954, se apresta desde su atalaya a lanzar al aire la inocencia de su vuelo”
Tiene el fotógrafo vocación de vuelo, por eso se aferra a la cucaña y sube hasta lo alto para rendir homenaje a una de las estatuas más queridas, más presentes, y paradójicamente, más desapercibidas quizás de esta Salamanca tan plena de detalles que nos ciega y nos confunde. Porque el Paseo de Carmelitas, con su insólita vereda de verde, sus coníferas milagrosas, su ruta hasta el exquisito Parque de San Francisco, es tan sugerente que olvidamos, dejamos a un lado del paseo, del camino, al niño del avión.
Sin embargo, Amador Martín le tiene la querencia que le dispensamos al zagal de los libros de Delibes, al niño que fuimos, a la infancia eterna que, en mi instituto, aún vuela aviones de papel cuando un profesor como Rafael Muñoz les incita a dejar de hacerlas a escondidas y sacarlas al aire para que planeen sobre los libros, las canastas, las porterías, los recreos, el timbre de salida, libertad eterna que nunca podrá ser confinada. De ahí que el objetivo de Amador se recree en la que fue primera obra del artista Agustín Casillas para el paisaje urbano de su ciudad de Salamanca. El niño del avión, el muchachito de pantalón corto que, desde 1954, se apresta desde su atalaya a lanzar al aire la inocencia de su vuelo.
Es esta una pieza llena de gracia, de inocencia, de realismo estilizado, la postura perfecta, el gesto detenido, el pájaro como símbolo de una libertad ganada con el sudor de su frente. Eran los años en los que el maestro Casillas trabajó como decorador y escayolista, frustrados sus deseos de continuar los estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes, y sin embargo, dueño de ese talento con el que seguiría su vocación de escultor, su sucesión de premios, trabajos y reconocimientos. La escuela de la vida tiene doble jornada para quienes hacen del esfuerzo y la creatividad su guía, y en los años cincuenta, Agustín Casillas supo del empeño y la paciencia, de la humildad y del motivo cercano ¿No ganó el maestro el Premio del Casino en 1958 con la obra que retrataba a una de sus sobrinas?
A la ciudad provinciana, a la Salamanca sosegada le gusta la cercanía. Y este niño de Casillas es de todos y de nadie, rapaz que juega en la calle con la libertad de quien acaba las clases, las tareas, la merienda y que sale al sol de todas las tardes a disfrutar de la calle y la pandilla. A volar aviones, a girar la peonza o a esconderse por los rincones de una ciudad amable para la vida. Ese niño, sentado en la rama de su columna, su cucaña, estilita de sí mismo, captado por el escultor con el objetivo de su arte, apenas incorporado, el pie en el estribo, dispuesto al esfuerzo de hacer volar sus ilusiones, es la pieza que el artista prefería por encima de todas sus obras, y que mucho dolor le dio, porque la piedra de Villamayor de la que estaba hecha hubo de sustituirse en los años setenta, y aun así, los efectos de la intemperie resfrían a este zagal que requiere de mimos y restauraciones que no llegan.
¿Qué tiene el niño del avión que a todos nos alza la vista, nos conmueve, nos consuela, nos asegura que sigue ahí la magia de la inocencia? Cuenta Lydia Casillas, la memoria atenta del legado de su padre, incansable recordatorio de su arte, que en familia, al niño del avión le llamaban “Checho paíto”, un nombre que se debe al orgullo materno y a su media lengua. Paseando por Carmelitas, la mujer del artista, Doña Lydia Muriel, no pudo por menos que indicarle a su hijita de apenas un año: “Ese niño lo ha hecho papito”, y Lydia la chica, de la mano de su madre, repitió obediente mirando hacia arriba “¿Checho paíto?” lo que seguro llenó de orgullo a un artista que luego llenara de estatuas el parque de la Alamedilla, infancia de todos los niños de una Salamanca donde habitan sus recreaciones de la literatura, sus obras más excelsas. Humildad de artista que tenía su taller en el barrio de los obreros fabriles, de los ferroviarios, allí en la calle de la Paloma donde hundir las manos en el barro primigenio para que volaran las líneas de la belleza por la piedra que resbala, curva y volumen, del escultor salmantino.
Vuela el niño del avión, su pájaro quieto a los pies de Daniel el Mochuelo. Los niños que llevaban pantalón corto y esperaban la edad del juicio lanzaban al aire la inocencia y la libertad que siempre caracterizaron a un artista enamorado de lo nuestro, de la ciudad letrada que recorre Amador Martín reflejando la luz en el volumen eterno de la belleza. Tienen ambos artistas esa cualidad de inocencia, de deseo de permanencia, de libre dedicación a la belleza. De ahí que sea el fotógrafo un enamorado de la obra del escultor del que se cumplen esta semana los cuatro años de su ausencia. Casillas con la gubia y el martillo de su arte y Amador con el enfoque y la luz, habitan la Salamanca eterna de nuestra mirada, y también, de nuestros olvidos más flagrantes, porque el patrimonio escultórico de la ciudad merece mejor suerte para seguir acariciándolo con la imagen de una fotografía que nos recuerda el regalo de sus calles.
La intemperie, aquella que termina, según Venancio Blanco, las estatuas que se le ofrecen, también hace una labor desoladora que desgasta los vértices de lo bello, de ahí que se precise el cuidado, el afecto, la mirada que reconoce el privilegio. Es la herencia de una ciudad plena de gracia, capaz de reguardar herencia, modernidad y todo aquello que hace de la calle el museo de todos, el espacio común de nuestro tiempo. De ahí que le queramos curar las rodillas costrosas de este niño eterno, sus codos heridos de jugar, sus mejillas llagadas por el viento, porque queremos seguir viéndole lanzar la libertad al vuelo, bien asentado en su torre de marfil, por encima de todos nuestros desvelos. Y somos todos niños cuando Amador, exquisita ternura, acaricia su detenido gesto. Y el maestro Casillas la sigue prefiriendo, obra mayor de todas las suyas, mientras en el paseo, una niña señala con su dedito enhiesto…
-Sí, mi amor, mi cielo. Ese niño lo ha hecho papito.
José Amador Martin, Charo Alonso.