Puede que Salamanca no sepa, que el conjunto escultórico, “El Lazarillo y el ciego” nació por una lágrima de café. Sucedió hace más de cuarenta años cuando Rafael Laínez Alcalá, catedrático de Arte y Literatura de la Universidad de Salamanca, entró como todos los días en “La Covachuela” y dijo “¡Antoñito, una lágrima de café!”. Luego, tomó asiento con el escultor y amigo Agustín Casillas y le dijo: “Mira, Agustín, yo me voy a jubilar y quiero escribir un poema que se va a titular ‘Yo he sido lazarillo en Salamanca’, así que quiero que tú me lo ilustres con un dibujo, porque he enseñado a mis alumnos, a ver Salamanca”
A Agustín le gustó la idea y modeló un boceto en barro.
Al verlo, Don Rafael dijo: “¡Agustín, ahora ya no tengo más remedio que escribir el poema!”…
Cuando se publicó, la foto abría el poema. : “Conmigo anduvo Lázaro en refugio de alguna Covachuela que es la gracia de un ayer que no ha muerto entre las ruinas. Somos intemporales en esta Salamanca donde Fray Luis indica con su mano el valor de una íntima esperanza”.
Fue muy del agrado del Ayuntamiento y le encargaron la obra a un poco más de tamaño natural.
Estamos hablando de Abril de 1974 y el monumento se inauguró el 15 de septiembre del mismo año, en plenas fiestas salmantinas.
Se habían colocado, a lo largo del puente romano, una serie de mesas para disfrute de las viandas: Los clásicos limones, las no menos clásicas obleas, los panes y el vino de la tierra, servido en jarras de barro, típicas de Alba de Tormes, fabricadas especialmente para el evento. Todo ello fue amenizado con los sones del tamboril y la gaita de Nicomedes de Castro, “Medes”
Recuerdo con especial emoción este acontecimiento. Tenía 20 años recién cumplidos y ya estaba en la Universidad, pero a mi mente vinieron viejos recuerdos al contemplar la cara de mi padre, henchida de satisfacción, cuando le llevaba la merienda al “Cuchitril” de Las Claras, como él lo llamaba, y me preguntaba las lecciones, mientras descansaba y merendaba. Y cuando terminaba, me llevaba a la pila, llena de barro recién amasado y me decía: “Hija, mete las manos en el barro, vívelo en ellas”.
No sé quien lo catalogó un día como el “Artista de la arcilla”. Yo lo llamaría, y lo llamo, “El hombre que amó, vivió y sintió el barro como vida propia”
Texto: Lydia Casillas Muriel