Lázaro de Tormes y Agustín Casillas

Puede que esta ciudad, Salamanca, no sepa que, en realidad Lázaro de Tormes volvió para no irse gracias a una furtiva lágrima de café. Sucedió hace más de cuarenta años bajo los portales de la Plaza Mayor cuando Rafael Laínez Alcalá entró como todos los días en “La Covahuela” y pidió “¡Antoñito, una lágrima de café!”
septiembre 27, 2020
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Blog de Agustín Casillas

Puede que esta ciudad, Salamanca, no sepa que, en realidad Lázaro de Tormes volvió para no irse gracias a una furtiva lágrima de café. Sucedió hace más de cuarenta años bajo los portales de la Plaza Mayor cuando Rafael Laínez Alcalá entró como todos los días en “La Covahuela” y pidió “¡Antoñito, una lágrima de café!”. Luego, tomó asiento con el escultor y amigo Agustín Casillas y le dijo: “Mira, Agustín, yo me voy a jubilar y quiero escribir un poema que se va a titular ‘Yo he sido un lazarillo de Salamanca’, así que quiero que tú me lo ilustres con un dibujo”. El escultor poco después modelaba un boceto en barro en su estudio de Santa Clara y no olvida lo que vino después: “Recuerdo que don Rafael subía jadeando y cuando llegamos al estudio y se lo descubrí, me abrazó y me dijo: ahora, ya no me queda más remedio que hacer el poema. Ahí comenzó la aventura, porque cada escultura lo es”.

Aquella andanza que tiene tanto que ver con la alegoría de un sentimiento y la huella insondable de una escultura tan emblemática para Salamanca como esta de ‘Lázaro y el ciego’ cita a la vida y la ficción en el puente romano y viaja a través de los ojos de Agustín Casillas (Salamanca, 1921) que mira hacia atrás con una memoria impecable y una inmensa claridad. “Lo he dicho muchas veces que cuando yo me apeé del modelado al natural fue cuando empecé adquirir eso que se llama personalidad artística o sea ver una obra y decir eso es de Casillas”. Y así es, pues el escultor salmantino ha recreado un estilo arraigado en la concepción de un humanismo palpitante y una ensoñación alegórica en su obra.

Obra: Agustín Casillas

Ya de niño, emprendía su interés por la mitología griega y romana, buceaba en las ilustraciones como primeros recuerdos de su pretensión artística y revolvía en la imaginación los garabatos que luego han servido como dibujos esenciales de su creación. “Yo vengo de un origen humilde y mi padre siempre tuvo un interés por querer saber, era muy trujillano. Mis hermanas y padre eran de Trujillo y vinieron a Salamanca en busca de trabajo. Yo nací aquí en Salamanca y mi padre era lo que yo he llamado siempre un albañil artista y siempre tuvo preocupación por esas cosas. Recuerdo que la primera colección de libros que compré fue una colección de cuatro libritos sobre arte y decoración antigua con motivos mitológicos que siempre me fascinaron”. Si hablamos de su interés por la mitología, otro asunto es el hondo espíritu que impregna su íntima obra religiosa que alcanza especialmente una estilizada ‘Soledad’ detalle impecable de una concepción artística que define sobriedad y presencia de una mujer frente al dolor de la ausencia.

Eminentemente arraigado a nuestra ciudad, sólo la obra de Agustín Casillas puede entenderse como un recorrido bucólico, desde el mismo Lázaro que da pie a Celestina, peña arriba, hasta el niño del avión que recrea en los Carmelitas un paseo de otras reminiscencias o la cabeza de Picasso dando nombre al parque desde la cuenca de sus enormes ojos en piedra, el detalle imborrable de don Diego de Torres Villarroel y su injustificada incomprensión o la del príncipe Juan y su incierta leyenda, una y otra piedra hacen hoy la singladura de quien acaricia su tierra con una trayectoria artística sincera, y profunda.

El escultor percibe la esencia de lo que suele olvidarse: “A los once años mi padre me llevó a la Escuela de San Eloy a clase de dibujo artístico porque él consideraba y no erróneamente que el dibujo artístico y el dibujo lineal es la base de todo”. Cientos de trazos no escapan de la contemplación de un álbum que nos enseña con el mimo de nuestra emoción pues de la calle Zamora uno recuerda las cabezas de Quijote y Sancho que abrían una galería de retratos familiares en una galería donde la escayola cobraba vida en personajes de nuestra infancia. “Mi padre –escribe Antonio Casillas- es un escultor que nació con vocación de serlo. Para él las esculturas no tienen edad y su forma de esculpirlas tampoco varía con el paso de los años y de las modas”. No distrae sino confirma esta palabra el hecho de encontrarnos ante una obra tan cercana al humanismo, porque si hemos citado retratos vayamos al interior de la otra que ha sido modelada en la génesis de las vidas anónimas, apelotonadas en los duros inviernos, los rostros y las manos de emigrantes, pescadores, segadores y las gentes de más abajo como cita Agustín García Calvo en su brillante sermón de ser y no ser, pues de ello trata la obra de Casillas. “A los catorce años fui a la Escuela de Artes y Oficios y es cuando se empieza a truncarse la vida, porque la guerra me pilla poco después en una pequeña empresa de decoración y escayola donde yo ya estaba trabajando y donde empezaba ya a hacer mis primeras cositas en escayola, estudiando también con Montagut. Y ahí estaba ya la escuela de la vida, la de la observación de los personajes porque he observado siempre. Uno de mis temas ha sido la figura humana en todas su manifestaciones, desde la infancia a la vejez, como el hombre rural y como la mujer porque siempre me han interesado en su lucha por la vida.”. Esa visión no sólo barojiana trasciende en la obra de Casillas hasta el mar que se abre desde Portugal, cerca de Figueira da Foz. “El pescador de Buarcos me llevó dos meses. Tuve que hacer todo incluso la armadura, a tamaño natural en madera. La escultura tiene dos metros de altura, el rodamiento, las plataformas se hicieron en el astillero de Figueira y luego unos albañiles me ayudaron a llevarla a la fundición. Aquello fue una odisea. Me subía en el andamio y daba con la cabeza en el techo. ¿Y la fundición? La fundición era una fundición para barcos y allí trabajamos en la arena… sí, una odisea…”. El escultor ríe de ella porque si uno se encuentra ante la escultura encontrará algo de ese viaje mitológico de Ulises que el artista no ha olvidado.

A su paso por Zamora no olvida su encuentro con el pintor y escultor Antonio Pedrero o José Luis Coomonte. “¿Baltasar Lobo?. Yo iba a leer algo sobre él pero no pude hacerlo, en un homenaje en una bodega donde el único no zamorano era yo. Me entusiasma de la obra de Lobo la ‘Maternidad’ que hay en la calle, porque él tiene allí un proceso que parte de figurativismo y llega a la abstracción. Ahí veo su auténtica personalidad.”

De vuelta nos enseña unos originales relieves que claman en el tiempo su proyección pública. “Desean harto mal para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque llegando viven y el vivir es dulce y viviendo envejecen. Así que el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más: aunque con dolor. Todo por vivir. Porque, como dicen, viva la gallina con su pepita. Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero”. La Celestina. Si hay dos columnas esenciales en la vida salmantina que no han de olvidarse una pasa por Celestina y la otra por Lázaro. A ellas, el escultor ha dedicado un lugar en el tiempo que permanece, por ello la literatura ensambla no solo la ficción sino la realidad que el artista ha vivido en torno a su propio tiempo para hacer de esa representación un acto de enorme creatividad. ¿Puede contemplarse una obra más ardiente sobre los intersticios, las tripas y los encantos de Salamanca que la obra de este escultor?. En ella se encuentra un viaje a través de la cultura y de la sociedad en torno al sentimiento de lo más próximo, la música cercana, el eco que permanece de aquello que un día vio Lázaro antes de servir al ciego. Dice Francisco Rico que “el paralelismo de las páginas iniciales y las páginas finales delimita nítidamente un espacio literario y por ello el pasado de Lázaro se tamiza en la novela con el cedazo de su presente”. Así, ¿cómo acabó aquella aventura del boceto emprendido?. Y nos cuenta Casillas: “Don Rafael Laínez escribió el poema, vacié en hormigón ese boceto y Pepe Núñez y yo lo cogimos un día y nos lo llevamos a una aceña del río para que Pepe le hiciera unas fotos. Cuando se publicó, la foto abría el poema. Esa escultura la amplié y en el año 74 la llevé a una exposición de Garci-grande donde, por cierto, la vendí. Fueron a verla Pablo Beltrán de Heredia que entonces era alcalde y Luis Cortés Vázquez y allí me encargaron la escultura. Esto fue en el mes de marzo y en el mes de septiembre, durante las fiestas, la escultura se inauguraba en el puente romano con una gran fiesta”.

Obra: Agustín Casillas

Días después apareció en EL ADELANTO una carta abierta al escultor Agustín Casillas: “Mi admirado amigo, yo no he perdido nunca la fe de que tú seas capaz de realizar las bellas mentiras que yo sueño. Te acuerdas de mi poema ‘Yo he sido Lazarillo en Salamanca’. Y como yo soy intemporal y ando ya casi por las antesalas del mundo de los poetas y de los artistas, sin mandangas novedosas, me alegra saber que tu ciego y tu Lázaro de Tormes me esperan a la vera de mi jubilación oficial y de mi silencio oficioso. Tu maqueta preside el lugar más destacado de mi casa. Ya está, rumores y reflejos que tus paisanos saben comprender y que yo te animé con palabras líricas en una memorable exposición, de la que guardo el programa con todo cariño. Enhorabuena, Agustín.”. Firma Rafael Lainez Alcalá.

No sé si merecía la pena relatar la aventura pero en ella confiesa su final quien fuera catedrático de Literatura española de la Universidad de Salamanca y Premio nacional de Poesía: “Conmigo anduvo Lázaro en refugio de alguna Covachuela que es la gracia de un ayer que no ha muerto entre las ruinas. Somos intemporales en esta Salamanca donde Fray Luis indica con su mano el valor de una íntima esperanza”. Hay un fragmento de hermosa esencia en este recuerdo que trasciende y que a sus noventa años no olvida el escultor Agustín Casillas.

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