Este hombre bueno que ahora vive entre nosotros con el peso que no pesa, el de su memoria, el de su legado.
Nada es comparable a compartir lo que se ama, porque la mía es una palabra enamorada. Enamorada de mi ciudad, enamorada de quienes la habitan, la escriben, la fotografían, la recorren de poemas, cuadros y estatuas. Enamorada de quienes la aman. Y como nadie la amó el escultor Agustín Casillas, su hijo predilecto, aquel a quien tuve la suerte de conocer como un regalo más del periódico para el que escribo.
Lúdico, activo, caballeroso, agradecido, memorioso y lleno de fuerza, la que se le supone a quien trabaja la piedra a golpe de talento, de amor por la belleza. Agustín Casillas, ante mí, era una figura enérgica que me sorprendió por su actitud combativa, su erudición, su forma de recorrer la Salamanca pasada y la futura sin detenerse en la queja o en el cansancio.
Y motivos tenía el maestro Casillas en aquel marzo de este año, a las alegrías de todos sus reconocimientos y la acogida excelente de su persona en el Centro de Estudios Salmantinos, se unía la desesperación por los actos vandálicos sobre las esculturas de la ciudad. Casillas no conocía la comodidad de vivir de las rentas ni solazarse en lo conseguido, su mirada iba más allá, su actitud era la de quien vive intensamente el momento dedicado a los suyos, a la charla con los amigos y con ese paisaje salmantino que recorrió siempre enamorado de sus gentes y de sus mitos.
El era para mí uno de esos mitos. El hombre que nos pobló de seres literarios, aquel que interpretó las páginas en piedra y se hizo lento y sinuoso en la náyade que siempre deseé tocar y con la que tengo el gusto ahora mismo de compartir barrio. Ese barrio, el Alto del Rollo, donde vivió el maestro y donde tuvo, en la calle de La Paloma, el taller en el que trabajar las piezas pequeñas, los dibujos, los bocetos. Porque Casillas no solo era un excepcional escultor, también era un dibujante prodigioso que no olvidó el hecho de que yo tenía una hija de doce años. Por eso acudió a la cita con un regalo para mí, el volumen coordinado por Francisco Morales Izquierdo titulado Gente nuestra publicado con motivo de su ingreso en el Centro de Estudios Salamantinos, un libro que guardé con reverencia, y la reproducción de uno de sus dibujos infantiles para mi hija.
Me conmovió enormemente su gesto y más el hecho de que recordara a la niña enamorada de la ballena de granito que hizo para el parque infantil de La Alamedilla. No era solamente un artista excepcional, sino capaz de los detalles que hacen a un hombre sencillamente bueno, grande.
Ay, muchacha, me dijo en un momento de la conversación, cuando la admiración y el respeto se unieron al calor y a la cercanía de su presencia. Me ha gustado que hables de mi taller de la calle de la Paloma. Fue el único momento de nuestra conversación en el que le vi un atisbo de tristeza, porque el magnífico conversador que era Agustín Casillas no recordaba el pasado con nostalgia, sino con agradecimiento. Su trabajo, su familia, su esfuerzo por sacarle horas al día para trabajar esa obra que, poco a poco, habitó la ciudad y fue reconocida, sus estudios interrumpidos, su gusto por Henry Moore, por el arte africano y por el trabajo directo con el barro… su pasión por Salamanca, por la mujer, por el amor que según él, es todo lo que nos empuja a la vida, a la creación… ¿Quién podía sustraerse al encanto de su palabra, a la magnífica manifestación de su inteligencia, a su apasionada entrega a aquello que amaba? Sólido y dúctil al paso del tiempo, Casillas me regaló su tiempo y su memoria, su charla distendida, su brindis por la vida. Por eso ahora, rememorando al maestro en este día a ratos gris como el granito en el que nos falta, recuerdo su solidez de piedra en la que confiar, su capacidad de convertirla en curva para acariciar esa forma de mujer, de náyade, de madre que amaba Casillas.
Hoy está triste esa figura recostada sobre el suelo de nuestra ciudad, la suya, la nuestra, la que esculpió con la fuerza de su voluntad y de su inmensa creatividad. Hoy se abren las puertas del cielo de un hombre creyente que reprodujo el amor de Dios. Y yo, agradecida, honrada por su mirada, alzo la mía al cielo como el niño del avión, ese que desde el comienzo de Carmelitas juega eternamente a lanzar el futuro al aire, y sí, lanzo un elogio emocionado, compartido por el maestro Casillas, por ese hombre grande, por ese hombre bueno que ahora vive entre nosotros con el peso que no pesa, el de su memoria, el de su legado.